Vidorra, Jean-Pierre Martinet (Underwood Editorial)

 

Vidorra_Martinet_Underwood

«Un buen día del mes de agosto, la señora C. ya no se conformó con hacerme una leve seña con la mano. Me invitó a su casa, a tomarme una copita de licor. Un calvados de veinte años. No respondí y aceleré el paso tratando de adoptar un aire desenvuelto. Con las alzas no puedo andar deprisa, desafortunadamente, porque pierdo el equilibrio. La señora C. echó a correr tras de mí, no tardó en alcanzarme y su manaza se abatió sobre mi espalda. […] Contuve las lágrimas mientras la mujer me instalaba en un taburete de formica, en la cocina, ante una copa de calvados. No me atrevía a decirle que no soportaba el alcohol. Me quedé con la mirada gacha, mirando estúpidamente el hule donde una mosca se debatía sin convicción dentro de una gotita de vino. “Bueno, pequeño, ¿es que las mujeres guapas te dan miedo…?” No respondí. Pensé en el señor Rameau y en el galgo de cuya casta le viene, ji ji. En lugar del calvados, yo veía un pedazo asqueroso de ternera fría rodeado de fideos fríos. Mi vida, ahí, ante mis ojos. Me eché a llorar de golpe y la señora C. me arrancó del asiento para aplastarme contra sus pechos enormes. Experimenté una extraña sensación de bienestar. Me cubrió de besos. Le apestaba el aliento a alcohol. Sus labios me chupeteaban la nariz voluptuosamente. En mi vida había visto una boca tan grande. Una sima. La glotis glotona. Cloqueante. Ensalivada. La lengua desmesurada, vibrátil, violácea, la preciosa úvula, subiendo, descendiendo, torciéndose como una serpiente en una caverna roja. Cloqueaba palabras tiernas, la señora C. “No llores, bebé mío, no llores.” Me acunaba canturreándome. “Don Melitón tenía tres gatos / y los hacía bailar en un plato, / y por las noches les daba turrón, / que vivan los gatos de don Melitón.” Las tetas le olían a sudor y a agua de colonia. Me tumbó en el suelo. Me pregunté angustiado cómo semejante mastodonte podía vivir en una portería tan pequeña. De nuevo tuve miedo. La portera me obligó a beberme la copa de calvados. “Bebe, gatito mío, esto te dará fuerzas. Venga, un pequeño esfuerzo. Te conviene. ¡TE CONVIENE!” Se puso severa. Me abrió la boca aflojándome las mandíbulas a la fuerza. El líquido ambarino me ardió en el estómago y me provocó una arcada. La señora C. me dio cita para la tarde. A las siete, tras cerrar la tienda. No era cuestión de faltar. “Tú eres mi gatito. Me haces gracia. Un hombre como tú es lo que necesito. Es la primera vez que me enamoro desde que murió mi marido. Era un poco como tú, no demasiado alto, pero un hombre apuesto. Pasarás todas las noches conmigo, menos el domingo, que es cuando voy a visitar a mi madre. Haremos el amor. No tiene nada de divertido, para una mujer hecha y derecha como yo, vivir sola por completo en un apartamento tan pequeño. Hacia las diez, diez treinta, serás libre. Puedes dormir en tu casa. Cuando la gente se ama como tú y como yo es mejor no compartir cama. Hasta esta noche, pequeño mío.”»

 

Underwood Editorial, con un escolio y unas apostillas de obligada lectura de Javier López González

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